A veces buscamos en otros el reflejo de un amor que nos destruye, y cerramos los ojos ante esas señales que la mente intenta susurrarnos —esas “red flags” que la psicología nombra— porque tememos enfrentar la verdad. Nos enamoramos, sí, pero es una ilusión tejida con hilos de deseo, idealizando sombras que no quieren mostrarnos su rostro real. Compramos ese espejismo porque el miedo a la soledad pesa más que cualquier verdad.
No es un encuentro que nutre, sino un lazo que desgasta el alma y consume cada rincón de nuestra energía. Y justo ahí, en ese delicado instante, nace la necesidad urgente de cortar esas cadenas, aunque el corazón grite por mantenerlas. Porque el amor propio, ese fuego sagrado, debe arder más fuerte que cualquier engaño disfrazado de consuelo.
Aprender a amarnos es descubrir el valor de soltar lo que duele, es encontrar el coraje para alejarnos y renacer. Solo entonces, en ese espacio limpio y abierto, florecerán relaciones que realmente alimenten y eleven nuestro ser.
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